JUAN MANUEL DE PRADA - ABC
Madrid.-Lunes, 11-05-09
A Gallardón lo hemos visto ejerciendo de anfitrión con los inspectores del comité olímpico, que es un trabajo más esforzado que el de guía de una excursión del Inserso; pero, aun en medio del ajetreo, el tío sacó tiempo para publicar un artículo en ABC, conmemorando la Feria de San Isidro. «Madrid, corazón del mundo taurino», titulaba su artículo; y tendría que haberlo titulado más bien «corazón que se desangra», porque una Feria en la que no torean Ponce ni Cayetano es como unas Olimpiadas en las que no compitiesen Michael Phelps ni Maria Sharapova. En su artículo, bajo una apariencia de prosa municipal, Gallardón deslizaba algunas ironías acaso involuntarias, como cuando decía misteriosamente que Madrid es «desfiladero de intelectuales»; y uno no sabe si por «desfiladero» debemos entender pasarela donde los intelectuales de postín desfilan y se contonean y exhiben los trapitos del progresismo fetén o más bien un pasaje angosto entre montañas al cual se precipita a los intelectuales que se niegan a exhibir tales trapitos, a semejanza de aquella roca Tarpeya desde la cual se precipitaba a los traidores. También hablaba Gallardón de la «trascendencia de lo taurino», sin llegar a explicarla; tal vez porque para explicar esa trascendencia haga falta hablar el idioma del corazón, donde se domicilia el alma. Sospecho que Gallardón no tiene alma taurina; y, además, en estos días anda zambullido en el idioma de la corazonada («Tengo una corazonada», insiste la tabarra propagandística), que es el domicilio del «espíritu olímpico». De las cosas que no tienen alma suele decirse que tienen espíritu, que queda como más laico; pero las cosas que no tienen alma tienen que conformarse con tener cuerpo. Y así le ocurre al deporte, aunque sea olímpico.
Establecía Pemán una clasificación de las religiones atendiendo a la relación del cuerpo y el alma. Así, hay religiones con alma, pero sin cuerpo, como el budismo o, en otro sentido, el protestantismo iconoclasta. Hay religiones con cuerpo, pero sin alma, como el paganismo. Y luego está la religión católica, donde cuerpo y alma alcanzan el equilibrio exacto con el dogma de la Encarnación y la resurrección de la carne. Resulta evidente que el deporte es una creación propia del paganismo; tan evidente como que los toros sólo podían ser concebidos por el genio católico. En su famoso libro La decadencia de Occidente, Spengler, al analizar los síntomas comunes de las civilizaciones en su itinerario hacia la decadencia, señala la sustitución de la tensión espiritual por la corpórea que representa el deporte. Y, frente a esta sustitución, ¿qué representan los toros? Pues, evidentemente, el equilibrio exacto de ambas tensiones. Foxá definía los toros como «el espectáculo de un pueblo religioso acostumbrado por su sangre a pasearse con toda naturalidad entre el más acá y el Más Allá»; que es en lo que consiste propiamente el arte católico, más acá y Más Allá en gloriosa promiscuidad, alma reventona de carne y cuerpo ansioso de alma, como se percibe en cualquier cuadro de El Greco o en cualquier faena taurina cuajada: una cornada de Divinidad entrando en nuestra sangre, buscándonos la femoral. «El toreo -añadía Foxá- no es deporte, ya que se puede ser raquítico y torpe -Belmonte no tenía piernas- y torear maravillosamente. El único músculo importante en el toreo es el corazón».
Todo esto lo intuye Gallardón cuando titula su artículo con una metáfora cordial y habla de la «trascendencia de lo taurino». Pero no se atreve a desarrollarlo, porque lo atenaza la religión puramente corpórea -esto es, pagana- de las Olimpiadas, en la que anda engolfado. «Tengo una corazonada», repite la tabarra propagandística; los taurinos, en el equilibrio exacto de cuerpo y alma, decimos: «Tengo un corazón». Aunque, a la vista del cartel de San Isidro, nos sangre atravesado por siete espadas.
Madrid.-Lunes, 11-05-09
A Gallardón lo hemos visto ejerciendo de anfitrión con los inspectores del comité olímpico, que es un trabajo más esforzado que el de guía de una excursión del Inserso; pero, aun en medio del ajetreo, el tío sacó tiempo para publicar un artículo en ABC, conmemorando la Feria de San Isidro. «Madrid, corazón del mundo taurino», titulaba su artículo; y tendría que haberlo titulado más bien «corazón que se desangra», porque una Feria en la que no torean Ponce ni Cayetano es como unas Olimpiadas en las que no compitiesen Michael Phelps ni Maria Sharapova. En su artículo, bajo una apariencia de prosa municipal, Gallardón deslizaba algunas ironías acaso involuntarias, como cuando decía misteriosamente que Madrid es «desfiladero de intelectuales»; y uno no sabe si por «desfiladero» debemos entender pasarela donde los intelectuales de postín desfilan y se contonean y exhiben los trapitos del progresismo fetén o más bien un pasaje angosto entre montañas al cual se precipita a los intelectuales que se niegan a exhibir tales trapitos, a semejanza de aquella roca Tarpeya desde la cual se precipitaba a los traidores. También hablaba Gallardón de la «trascendencia de lo taurino», sin llegar a explicarla; tal vez porque para explicar esa trascendencia haga falta hablar el idioma del corazón, donde se domicilia el alma. Sospecho que Gallardón no tiene alma taurina; y, además, en estos días anda zambullido en el idioma de la corazonada («Tengo una corazonada», insiste la tabarra propagandística), que es el domicilio del «espíritu olímpico». De las cosas que no tienen alma suele decirse que tienen espíritu, que queda como más laico; pero las cosas que no tienen alma tienen que conformarse con tener cuerpo. Y así le ocurre al deporte, aunque sea olímpico.
Establecía Pemán una clasificación de las religiones atendiendo a la relación del cuerpo y el alma. Así, hay religiones con alma, pero sin cuerpo, como el budismo o, en otro sentido, el protestantismo iconoclasta. Hay religiones con cuerpo, pero sin alma, como el paganismo. Y luego está la religión católica, donde cuerpo y alma alcanzan el equilibrio exacto con el dogma de la Encarnación y la resurrección de la carne. Resulta evidente que el deporte es una creación propia del paganismo; tan evidente como que los toros sólo podían ser concebidos por el genio católico. En su famoso libro La decadencia de Occidente, Spengler, al analizar los síntomas comunes de las civilizaciones en su itinerario hacia la decadencia, señala la sustitución de la tensión espiritual por la corpórea que representa el deporte. Y, frente a esta sustitución, ¿qué representan los toros? Pues, evidentemente, el equilibrio exacto de ambas tensiones. Foxá definía los toros como «el espectáculo de un pueblo religioso acostumbrado por su sangre a pasearse con toda naturalidad entre el más acá y el Más Allá»; que es en lo que consiste propiamente el arte católico, más acá y Más Allá en gloriosa promiscuidad, alma reventona de carne y cuerpo ansioso de alma, como se percibe en cualquier cuadro de El Greco o en cualquier faena taurina cuajada: una cornada de Divinidad entrando en nuestra sangre, buscándonos la femoral. «El toreo -añadía Foxá- no es deporte, ya que se puede ser raquítico y torpe -Belmonte no tenía piernas- y torear maravillosamente. El único músculo importante en el toreo es el corazón».
Todo esto lo intuye Gallardón cuando titula su artículo con una metáfora cordial y habla de la «trascendencia de lo taurino». Pero no se atreve a desarrollarlo, porque lo atenaza la religión puramente corpórea -esto es, pagana- de las Olimpiadas, en la que anda engolfado. «Tengo una corazonada», repite la tabarra propagandística; los taurinos, en el equilibrio exacto de cuerpo y alma, decimos: «Tengo un corazón». Aunque, a la vista del cartel de San Isidro, nos sangre atravesado por siete espadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario