viernes, 18 de septiembre de 2009

Un nuevo Talavante

ZABALA DE LA SERNA
En plena Gran Vía, de repente, la memoria de Jaime Campmany revivió. Un hombre calado de sombrero panameño, bigote encanecido de palabras, redondo de sabiduría, intuitivo de prosa y poesía, se acodaba en un bar. De aquella literatura que vertía en su columna abecedaria, de aquellos romances versados en el micrófono, cada viernes en la COPE, de Antonio Herrero, aprendimos el abecedario los juntaletras. Clamores de Murcia que hoy resucito por el maestro.


No proahijaba la Fiesta con tanto cariño como lo hace su tierra, que vibró con un nuevo Alejandro Talavante. Como si se hubiera desprendido de un lastre y respirase libertad y cierta alegría lejos de las lápidas corbachianas de las tardes que anunciaba como buenos días para morir. Talavante salió a torear. Simplemente. Lo único que merecía morirse de placer, toreramente, lo materializaba un burraquito suelto y escurrido de carnes de Santiago Domecq. Un saludo a pies juntos, chicuelinas incluidas y enfrontiladas, y un quite por saltilleras, con el valor de soportar un viento constante. Centrado y con las muñecas unidas en estatuarios. Puso la emoción el torero con la ligazón en los medios vetados por Eolo. Muñecazo grácil de la izquierda y ligazón en la derecha, extrema con algún parón inocuo. A las manoletinas les cosió un nudo desenvuelto en la quietud ojedista. Captó a la plaza de la Condomina de principio al fin de la estocada, que aunque tuvo su travesía, y necesitó del descabello, le supuso la puerta grande, orejas ganadas pese a la guardia del acero que el ojo de halcón de la Copa Davis cantó. Veo menos ya que un gato de escayola en el tejado caliente.


Talavante resumió el éxito de la tarde de Murcia, «donde el toro no falla». Una cosa será el toro de Murcia y otra el dislate abecerrado. Uno venía mentalizado, pero no tanto como para lo del sexto. Mi bato cubrió las ferias murcianas del 88, 89 y 90. Antonio Mondéjar, «apoderado» entonces por Gustavo Pérez-Puig, reverdecía laureles el otro día en una tertulia. El último chiquitín tuvo su recorrido, mas nada decía, aun siendo con el segundo el mejor. O sea, que los más jibarizados embistieron más. Daniel Luque estuvo sobrado. Y clavado. Como la ayuda hundida en la arena para sus cambios de mano que emocionan. La espada en la tierra no se enterró igual en el torete. Lástima. Su anterior amigo -hay toros a los que no se les puede tildar de enemigos, aunque no colaboren- se vino abajo de una manera escandalosa. Como el quinto de Talavante, un inválido imposible.

Cuando el viento más hostil estaba, en los inicios de la tarde, le tocó torear al torero que más ligeros y puros lleva los avíos: Morante de la Puebla. No valió el toro, frenado de manos y sin humillar, ni entre las rayas. Y tampoco el cuarto en los medios, donde a pesar de todo Morante paró el reloj en una serie, antes de que se parase el toro. Menos mal que por momentos, en esta amnesia de vida, quedan puertos donde anclar.

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